martes, 25 de noviembre de 2014

ARDE SIN CONSUMIRSE.


 
 
Hace ya un rato que sé que está ahí, puedo verlo por el rabillo del ojo. Pero me hago el tonto. Me pregunto cuánto tiempo podré estar así, eludiéndole, evitando su voz, sus signos extraordinarios.
 
Pero yo creo que debe de haber una equivocación. Yo no soy nadie. No pertenezco a ningún lugar. Mi propio nombre lo dice: Moisés. Fui arrojado a las aguas por miedo a los mismos que después me educaron como príncipe de Egipto. Me amamantó la hebrea que me dio la vida, pero yo crecí amando a la hija del faraón, la hermosa mujer que me enseñó lo que sé y que me acariciaba con las manos más suaves que jamás he conocido.
Ella fue también la encargada de la ingrata tarea de revelarme mi verdadero origen. Crecí como un príncipe de Egipto, pero no lo era. Sólo era el superviviente de una cruel matanza de niños ordenada por el faraón para que aquellos descendientes de José, el intérprete de sueños, no se hiciesen tan numerosos como las arenas del desierto. Yo era un hebreo, aunque me afeitase todo el cuerpo y adorase al sol. Cuando lo supe, algo se rebeló en mi interior. Algo comenzó a arder dentro de mí, sin consumirse nunca. Ese fuego interno se incrementaba cuando me cruzaba con los ojos de mis verdaderos hermanos de raza, cuando veía el sometimiento a que se veían reducidos. Fue en aquel tiempo cuando comencé a escuchar la voz: “Libera a tu pueblo, Moisés”.
Un día la ira me cegó. Yo no era más que un muchacho confundido acostumbrado a mandar y ser obedecido. Aquel capataz fustigaba a un pobre hombre al que el sol y el trabajo habían convertido en un amasijo de huesos. Le ordené que dejase de pegarle, pero él rió. El desprecio y la furia se apoderaron de mí y le maté. Maté al capataz con mis propias manos mientras dentro de mí bramaba el orgullo de mis antepasados. De Abraham, de Isaac, de Jacob. Pero en ese mismo instante el temor se apoderó de mí. Había matado a un hombre por defender a un hebreo. Ya nadie se dignaría a llamarme hijo de Egipto. Sentí miedo y huí al desierto.
Ahora soy pastor de los rebaños de mi suegro. Vivo en el desierto, enamorado de mi esposa Séfora, que me encontró cuando andaba a la deriva, medio muerto de hambre y miedo. Me he dejado crecer el cabello y la barba. No hablo mucho. Y prefiero no escuchar la voz, que sigue ahí, incansable: “Libera a tu pueblo, Moisés”. Intento eludir el destino que esa voz me tiene reservado. Yo no soy nadie. No pertenezco a ningún lugar. No sé hablar en público, ni tengo madera de líder, ni soy todo lo valiente que ha de ser el hombre que mi pueblo anhela con esperanza. 
 
 
Giro ligeramente la cabeza hacia la derecha. Como por casualidad. Y entonces su fulgor atrapa mi mirada. De nuevo esa voz me atrae. De nuevo ese incendio dentro de mí. No puedo apartar la vista y sé que acabaré acercándome y me rendiré a sus palabras…
Es una zarza que arde sin consumirse nunca.    
 

 

1 comentario:

  1. Madame, no sé si ha sido la imagen la que le ha inspirado tan hermoso texto o si bien la ha buscado después de escribirlo. En cualquier caso, el relato rebosa inspiración, se deba o no al cine.

    Feliz tarde

    Bisous

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