Hace ya un rato que sé que está
ahí, puedo verlo por el rabillo del ojo. Pero me hago el tonto. Me pregunto
cuánto tiempo podré estar así, eludiéndole, evitando su voz, sus signos
extraordinarios.
Pero yo creo que debe de haber
una equivocación. Yo no soy nadie. No pertenezco a ningún lugar. Mi propio
nombre lo dice: Moisés. Fui arrojado a las aguas por miedo a los mismos que
después me educaron como príncipe de Egipto. Me amamantó la hebrea que me dio
la vida, pero yo crecí amando a la hija del faraón, la hermosa mujer que me
enseñó lo que sé y que me acariciaba con las manos más suaves que jamás he
conocido.
Ella fue también la encargada de
la ingrata tarea de revelarme mi verdadero origen. Crecí como un príncipe de
Egipto, pero no lo era. Sólo era el superviviente de una cruel matanza de niños
ordenada por el faraón para que aquellos descendientes de José, el intérprete
de sueños, no se hiciesen tan numerosos como las arenas del desierto. Yo era un
hebreo, aunque me afeitase todo el cuerpo y adorase al sol. Cuando lo supe,
algo se rebeló en mi interior. Algo comenzó a arder dentro de mí, sin
consumirse nunca. Ese fuego interno se incrementaba cuando me cruzaba con los ojos
de mis verdaderos hermanos de raza, cuando veía el sometimiento a que se veían
reducidos. Fue en aquel tiempo cuando comencé a escuchar la voz: “Libera a tu
pueblo, Moisés”.
Un día la ira me cegó. Yo no era
más que un muchacho confundido acostumbrado a mandar y ser obedecido. Aquel
capataz fustigaba a un pobre hombre al que el sol y el trabajo habían
convertido en un amasijo de huesos. Le ordené que dejase de pegarle, pero él
rió. El desprecio y la furia se apoderaron de mí y le maté. Maté al capataz con
mis propias manos mientras dentro de mí bramaba el orgullo de mis antepasados.
De Abraham, de Isaac, de Jacob. Pero en ese mismo instante el temor se apoderó
de mí. Había matado a un hombre por defender a un hebreo. Ya nadie se dignaría
a llamarme hijo de Egipto. Sentí miedo y huí al desierto.
Ahora soy pastor de los rebaños
de mi suegro. Vivo en el desierto, enamorado de mi esposa Séfora, que me
encontró cuando andaba a la deriva, medio muerto de hambre y miedo. Me he
dejado crecer el cabello y la barba. No hablo mucho. Y prefiero no escuchar la
voz, que sigue ahí, incansable: “Libera a tu pueblo, Moisés”. Intento eludir el
destino que esa voz me tiene reservado. Yo no soy nadie. No pertenezco a ningún
lugar. No sé hablar en público, ni tengo madera de líder, ni soy todo lo
valiente que ha de ser el hombre que mi pueblo anhela con esperanza.
Giro ligeramente la cabeza hacia
la derecha. Como por casualidad. Y entonces su fulgor atrapa mi mirada. De
nuevo esa voz me atrae. De nuevo ese incendio dentro de mí. No puedo apartar la
vista y sé que acabaré acercándome y me rendiré a sus palabras…
Es una zarza que arde sin
consumirse nunca.